Basta loco, basta.

Por RELACIONESABIERTAS

Pero hoy todo cambió. Una compañera de trabajo llegó al laburo llorando. Desde que bajó
de su colectivo hasta la puerta de entrada, unas 5 cuadras largas, ponele 6, tuvo que
escuchar groserías. Y no de uno. De un grupo primero, a lo lejos. De un individuo después,
ese fue de cerca, al oído cuando pasaba al lado.

Llegó llorando.

“Por qué llorabas?” le pregunté. “De impotencia” me dijo. “De tener que aguantarme todo
eso y no poder decir nada porque eran las seis y media de la mañana y no había nadie en la
calle. Si les contestas capaz se te vienen y ¿qué hago?”

¿Se entiende no? Llegó llorando al trabajo. Toda transpirada y con las piernas temblando
de lo rápido que tuvo que caminar para llegar a lo que se supone da “seguridad” (el trabajo,
que paradoja).

Ella es muy linda, cuida su cuerpo y usa ropa ajustada. Un jean. ¡Un jean es ajustado! ¿Por
qué andaba sola a esa hora? ¡Porque estaba entrando a laburar! ¿Qué le hizo creer a esos
hombres que ese cuerpo podía soportar sus comentarios?

¿De quién ese cuerpo? ¿Es de ella o es público?

Vuelvo a pensar en la revolución feminista. Nos matamos leyendo, planteando preguntas
retóricas (como las del párrafo de arriba), vamos a reuniones, nos relacionamos, tendemos
redes. Pero los tipos... los tipos siguen siendo los dueños de los cuerpos. Son mayoría, son
el poder; y, en consecuencia, pueden hacer lo que se les venga en gana: si tienen ganas de
concentrarse más en el café que están tomando, buenísimo, la mina que camina pasa
desapercibida. En cambio, si no, si tienen más ganas de tirar unas palabras al aire, “para
hacer algo”, intimidan a alguien más.

Un alguien que no sabe si es un halago (porque sí, a las mujeres nos enseñaron que si te
gritan algo por la calle o te tocan el culo, debes elevar tu autoestima. Estás buena,
deseable), si tiene que correr, si la van a perseguir.

Y ahí me acordé de mí misma. Tenía 14 años, no más que eso. Estaba en vacaciones y a la
mañana iba a tomar sol a lo de una amiga. Volvía al mediodía. Cerca de mi casa estaba el
río y como por ahí era más fresco, un día decidía caminar por ahí.

Yo estaba buena. Buen culo, muy joven y, como era verano, sí, me declaro culpable de usar
un vestido corto. La cosa es que iba caminando por el costado del río como todos los días y
de la nada aparece un tipo. Grande. Calculo que habrá tenido unos 40 o 50... cuando tenés
14 los de más de 20 son todos de la misma edad. Y me empezó a decir cosas. Hoy ya no las
recuerdo, sólo llevo conmigo el asco. El miedo. No era un halago, no elevé mi autoestima.
Aceleré el paso y él también lo aceleró. Siguió susurrando. ¡Claro! ¡Si gritaba iba a ser obvio!

Fueron unas largas cuadras.

Y desapareció.

Cuando salimos de la ribera del río se escabulló por algún lado. Aunque, ahora que lo pienso,
si alguien veía la situación probablemente hubiera considerado que era mi culpa. El vestido
era corto y yo muevo el culo cuando camino. “Seguro me gustaba provocar”.

Tenía 14 años. Y mi cuerpo era suyo. Porque él es hombre y yo soy mujer. Y me susurró
como a mi compañera. Porque puede. Porque así es el machismo. Nos susurra y nos da
miedo. Algunas apuramos el paso y zafamos. Otras, no logran caminar lo suficientemente
rápido.

Mi cuerpo es mío y no necesita ni quiere tus inmundicias.

Mi cuerpo es mío.

Basta loco, basta.

Lucía Fernández Zelarayán

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